martes, 24 de julio de 2012

Reseña a “La Erótica del Relato” (Antología)

 Ayer volví a leer el cuento “Y a los perros también” de Hernán Ronsino. Volvió a deslumbrarme. Este relato (que apareció antes de su novela “Glaxo”) está incluído en la antología de cuentos “La erótica del relato”. En su momento la reseñé para la revista virtual “No- Retornable”. Hoy, como una forma de afirmar y celebrar aquella primera impresión sobre el cuento, sumo la crítica completa del libro al blog. 



La erótica del relato. Escritores de la nueva literatura argentina

-compilación de relatos por Jimena Néspolo y Matías Néspolo-
(Adriana Hidalgo, 2009)

“La erótica del relato” reúne cuentos de diecisiete autores con imaginarios diversos, bajo el denominador común de un manifiesto. El criterio de selección - se deduce - nace de la intención de presentar un conjunto de propuestas que comparten cierta afinidad literaria, ya sea estética o ideológica.
Acaso en el marco de cierta discusión actual en la literatura, o de discusiones pretéritas, el grupo toma posición: “Contamos historias. Esas historias incómodas que ya nadie se atreve a contar.” “Asumimos el riesgo y nos tomamos en serio el simulacro. Somos anticuados. Anacrónicos. La posmodernidad nos desubica.” También, en el mismo manifiesto, se postulan filiaciones y antipatías. Sin nombrar a los autores a los que evidentemente se refieren, se declaran “tan hartos del bibliotecario ciego como del ajenjo” y deseosos de no ceder “a los crímenes del Vaticano o a los de los pichiciegos de Oxford.” En la contratapa, continúan las precisiones. Se lee: “La erótica del relato más que una antología es una intervención. Una intervención literaria y cultural que utiliza estrategias de las vanguardias de principios del siglo XX para devolverle a la literatura aquello que ésta, en su afán por sacudir esteticismos rancios y acercar el arte a la vida, terminó olvidando”. La alusión remite a aquellas vanguardias que fueron el marco de otros manifiestos, entre ellos el de la Revista Martín Fierro, de Oliverio Girondo, publicado el 15 de mayo de 1924. Sólo que el tono de aquel, entre el humor y el énfasis paródico, la ironía y el entusiasmo, distaba mucho del tono algo airado, casi beligerante de la introducción de la antología que nos ocupa.
¿Alcanza la enunciación “contamos historias” y la declaración de lealtades y discordias para definir un límite, una pertenencia, en el campo literario? Parece prematuro intentar una respuesta. En todo caso, más allá de polémicas y proclamas, en su mayoría, los cuentos responden, para bien o para mal, a las aspiraciones del manifiesto: cuentan historias, remiten a las pautas de las listas clásicas de instrucciones para cuentistas, cierran, no desentonan.
En “El hachazo”, de Matías Néspolo, se narra la agonía de un viejo que se accidenta cuando procura hacerse de una reserva de leña para el invierno. El relato impresiona por el vigor de sus imágenes y cómo sostiene la tensión. “Las cuatro patas del amor”, de Jimena Néspolo, hace gala de una sutil capacidad de mostrar sin nombrar y logra hacer creíble que el amado puede presentarse bajo cualquier forma, como enuncia en La balada del café triste, Carson Mc.Cullers. O, lo que es lo mismo, que el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante.
Hay relatos, como “El cansancio y la memoria”, de Mauro Peverelli, o “La entrevista”, de María Casiraghi, en los que la estructura del cuento no es un elemento más al servicio de la historia, y en los que el punto de vista y el armado de la trama logran reforzar y construir el sentido de la misma. A excepción de “Sophie La Belle y las ciudades en miniatura” de Gisela Heffes, entre la ciencia ficción y la estética del cómic, la mayoría de las historias se encuadran en el realismo. El lenguaje que predomina es austero, preciso, parejo, en ocasiones potente y en otras algo impersonal. La generalización debería, sin embargo, dejar al margen dos cuentos que sobresalen en el conjunto. Se trata de “La Presa” de Oliverio Coelho, y de “Y los perros también”, de Hernán Ronsino. En este último, a la fresca sombra de un epígrafe de Apollinaire: Qué otra cosa es el polvo de los caminos sino la ceniza de los muertos…., Ronsino relata, en boca de una chica campesina, la visita al velorio de un tío. El tío es velado a unos kilómetros de la casa de los deudos, en un pueblo del interior, y el cuento transcurre en el tiempo de ir y volver hasta el velatorio. La lectura deja la impresión de haber asistido a una larga e intensa escena (aunque en realidad está jalonado por escenas más cortas) acaso porque todos los elementos incluidos se confabulan a favor de la unidad. El logrado tono del relato, salpicado de aciertos en el uso de expresiones propias del habla en un entorno de pueblo implica un oído entrenado y sensible. También llama la atención la gracia y sensibilidad para la descripción y la inclusión de detalles. Por ejemplo, la escena de la protagonista en la intimidad del baño, sacándose los zapatos para aliviar los pies doloridos. O la imagen de la camioneta, cuando el grupo viene de regreso, que da cuenta del pasaje del camino de asfalto al camino de tierra, donde el autor se detiene en la génesis y el progreso de los remolinos de polvo, que como el tiempo y la muerte – plano de fondo del relato – van envolviendo al vehículo y a sus ocupantes. Así, Ronsino, en el final remite al epígrafe, a la reiteración inevitable de los ciclos y refuerza el sentido del peregrinaje al trasfondo de una historia familiar, con sus rencores y ajuste de cuentas.
“La presa”, de Oliveiro Coelho, por su parte, narra el vínculo entre un manco y una mujer viuda que lo conoce en la iglesia. El manco vive con la madre y no conoce otro placer que el de exhibir su sexo y su muñón en la calle, para desconcertar o atraer la repulsa de mujeres desprevenidas. La viuda está sola y ve en ese hombre discapacitado un posible juguete, un paliativo de compañía. Entre ellos nace una relación ambigua, con matices de compasión, necesidad y atracción morbosa, que avanza hacia un final que, a la vez que sorprende, impone su lógica de venganza. Y testimonia el dolor, o la impiadosa crueldad, que puede resultar de tocar a los otros, en historias personales como las presentadas.
“El agua”, de Marisa do Brito Barrote, “Enfermo terminal”, de Ricardo Romero, entre otros, también merecerían, si no llegara la hora del cierre, un párrafo particular. En síntesis, antología o intervención, la aparición de La erótica del relato es digna de celebrarse en un país que atesora una larga y prolífica tradición de cuentistas. Queda la pregunta acerca de la dirección del manifiesto – porque deja un halo a provocación, a gesto que intenta una repercusión polémica - y la expectativa favorable, dado el oficio esgrimido en la mayoría de las historias presentadas, de que, con el correr del tiempo, los autores dejen atrás el anacronismo y avancen por un camino que les permita ampliar el objetivo, superar la meta y trascender el simulacro.

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